Se cuenta una leyenda de dos jóvenes vagabundos que comentaban
irónicamente el hecho de que la gente acudiese a la iglesia a adorar a un
Dios que no se ve.
Un rico caballero, compadecido de aquellos miserables de cuerpo y
alma, hízoles llevar, cuando se hallaban dormidos, a un palacio situado
en una isla.
Allí las comidas aparecían por encanto y si se empeñaban en vigilar su aparición las encontraban dispuestas en otro aposento.
Un coche del mejor modelo estaba a su disposición a la puerta del jardín.
Las luces y la calefacción se encendían a su hora por mano invisible.
Notaron que la parte del edificio que a ellos era dable recorrer no era
más que una mitad y nunca se abrían ante sus ojos las puertas azules
que daban acceso a la otra, intrigados empezaron a dirigirse en voz alta
a su benefactor invisible, y muchas veces, aunque no siempre, veían cumplidas sus demandas.
También daban gracias, a grandes voces,
expresando su deseo de conocer a su generoso protector.
En una de tales ocasiones abrióse una de las azules puertas y apareció éste sonriendo, rodeado de una multitud de criados.
Podéis comprender ahora, les dijo, por qué muchos hombres inteligentes
rinden culto a un Dios que no ven.
Tienen motivo para ello pues, ¿no
encuentran Preparada todos los años su comida por las fuerzas de la
Providencia? ¿No las ilumina y calienta su sol todos los días? ¿No
pasean su ser moral en un maravilloso vehículo de carne y huesos cuyo
motor no para nunca?
Justo es que sean como vosotros agradecidos a quien, no dejándose ver corporalmente, se hace visible por sus obras.
📖 Romanos 1:20 Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa.
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